Al anochecer, frente a su casa en el valle de Sorek, Dalila espera impaciente la llegada de Sansón, e invoca el poder del amor. Aparece el sumo sacerdote, que intenta persuadirla para que traicione a Sansón. Él le recuerda el éxito de Sansón como cabecilla de la sublevación israelita y su fuerza legendaria, una fuerza que solo lo abandonó mientras estuvo en los brazos de Dalila. El sumo sacerdote le promete recompensarla con riquezas si captura a Sansón. Con desprecio, Dalila desestima sus ofertas, y le dice que lo único que desea es vengarse de Sansón por haberla rechazado. Juntos se regocijan de que, para satisfacer el odio que los dos sienten por él, Sansón será víctima de su poder. El sumo sacerdote le recuerda a Dalila que el destino del pueblo filisteo está en sus manos, y promete regresar con refuerzos.
Al creer que Sansón no aparecerá, Dalila se retira al interior de su casa. Sansón, atormentado por el remordimiento y la indecisión, se presenta finalmente. Dalila le ruega que no se resista a su amor, pero él responde que, al haber sido elegido por Dios para dirigir a su pueblo, ha jurado a cambio romper los lazos de su afecto. Dalila insiste en que ella adora a un dios incluso más poderoso, el amor, y recuerda las dulces horas que pasaron juntos. La resistencia de Sansón se ha roto. Cuando Dalila entona su canción romántica, él reafirma con éxtasis el amor que sigue sintiendo por ella. Se avecina una tormenta, y Dalila, que ya no duda de la sumisión de Sansón, cambia su estrategia. Ella está celosa de la devoción que Sansón siente por Jehová y le ordena que, para demostrar su amor, él debe revelar el secreto de la fuerza que Dios le ha dado. Estalla la tormenta y, en ella, Sansón escucha la voz de advertencia de Dios. Reza, una vez más, por su fuerza. Dalila entra en su morada acusándolo despectivamente de cobarde. Tras un momento de agónica vacilación, Sansón se une a ella. Los soldados filisteos entran sigilosamente. Dalila los llama, y Sansón grita que ha sido traicionado.